No usan sustancias prohibidas pero pegan palos como si fueran hombres de acero. Rompen marcas históricas que parecían imbatibles. Cada que se paran en el plato, las multitudes rugen esperando el toletazo de vuelta entera o lanzamientos de humo. Vuelacercas, bautizan los microfonistas a los primeros.
En mis infancias y poco más tarde, rememoro los primeros radios portátiles que trasladábamos a la escuela a escondidas. Para escuchar la Serie Mundial. Trataba de camuflarlo para que el ticher (spanglish) en turno no me descubriera. Los compañeros preguntaban constantemente sobre el marcador. Y había que inventar sistema de señales para difundirlo en cada entrada.
Ayudaba, sentarse atrás del salón y enredar el auricular en el brazo pasándolo por la manga del suéter a manera de que uno, estudiante modelo, pareciera estar concentrado, meditabundo, atendiendo supuestamente su prédica. La del maestro. Que generalmente resultaba bastante aburrida.
Un tal Buck Canel o algo así, te susurraba gritando en el oído mientras los números se multiplicaban en el pizarrón de la clase de matemáticas: la bola se vaaa….., la bola se vaaa…., la bolaaaa se fueeeeeé… cuando uno de los bateadores de los Yanquis o de los Dodgers se volaba la barda de cualquiera de los jardines. O te describía curvas, rectas, tirabuzones, altas, bajas, estraics (spanglich) y bolas, melodiosamente. Momentos inolvidables.
Eso de mandar la pelota al otro lado del parque tiene su chiste. Los fanáticos y coleccionistas del beisbol pagan cantidades astronómicas por el jonrón 300 o 500 de tal o cual pelotero que cae en las gradas de los jardines. Que en lugar de ser espacios floridos están tupidos de bancas con cemento o plástico.
Hay quienes prefieren mirar la toletiza desde hasta allá para obtener su trofeo. Llevan sus guantes para cacharla y evitar el ramalazo de la atrapada a mano limpia. Cuando se eleva hasta el firmamento como resultado del impacto realiza un sonido inolvidable, seco.
Esa canica de costuras asimétricas en el estadio tradicional de la capital de México, Parque del Seguro Social, hoy un mol o centro comercial de postín, aterrizaba en una avenida transitada. Algunos techos y parabrisas resultaban damnificados causando desconcierto en los manejadores.
O hasta se llegaba a posar en alguna tumba de un panteón que existía por ahí, agitando al muertito en turno. Más de uno, incluido el suscrito, imaginaba un meteorito forrado de esos sobre la cabeza de algún transeúnte desprevenido. Alguno ingenuo suponía que únicamente los vuelacercas y otros peloteros del cuadro se ayudaban con pócimas ilegales para botarla seguido.
A Roger Clemens, un lanzador inmenso de esos que parecen fabricados artificialmente, un ropero diría mi tía Xóchitl, están a punto de meterlo en prisión por mentir. Ha negado reiteradamente, frente al Congreso, los jueces y los medios que son juzgadores bastante más perrunos, que hubiera usado sustancias prohibidas para fomentarse esa fuerza descomunal y mandarla, la esférica, doña Blanca, del otro lado del jom para que casi nunca se la conectaran.
Imagine la confrontación, de poder a poder ilegal, entre dos peloteros beisbolistas. De los que obtienen millones. El que lanza con jiribilla y velocidad de vértigo apoyado en sustancias prohibidas pero usadas por otros muchos, y aquel que batea con rencor y fiereza descomunal , ayudado igualmente de material considerado dopante.
Usted, yo y los demás nos preguntamos seguramente ¿Dónde quedó la bolita?
Obtuvo lanzando pedradas desde la lomita de las responsabilidades a velocidad endemoniada, nomás 354 victorias que se dicen así de rápido pero que se logran con un guevo, en este caso aderezado de hormonas, y la mitad del otro. Y nomás abanicó, es decir propinó ponches, a todo un regimiento de contrarios. 4 mil 672 se quedaron refrescando al aire o mirando la centella en la mascota del cátcher. Dejándolos con el bate en el hombro y carita de pendejos arrepentidos.
El siete veces ganador del máximo trofeo del beis gringo, el Cy Young, se puede estacionar algún tiempo en prisión. Desconozco si disfrazado de rayas o con los calcetines y calzones rosas tal cual el cherife Arpaio en Texas, lo perpetra contra migrantes ilegales latinos que se cruzan del otro Laredo.
En caso de ser localizado culpable de seis cargos que enfrenta, tres por falsear testimonio, infracción que hasta se incluye en los Mandamientos de la ley de Dios, y dos por perjurio, y el que sobra por presunta obstrucción de la justicia, podría acumular una sentencia de hasta 30 años tras las rejas. Y de pilón 1.5 millones de dólares de multa, que es cómo quitarle un pelo a un felino por las carretadas de billetes verdes que le pagaron.
Aunque a estos monstruos, semidioses del espectáculo, gigantes de la transa, les practican generalmente rebajitas para que no sufran tanto. Ni que fueran mortales, comunes y corrientes. Es probable una condena de entre 21 y 15 meses. Con descuento por ser y parecer ídolos del choubisnes.
Quién exhibió y aventó de cabeza al ex pitcher de Boston, Toronto, Yanquis y Houston fue su ex coach entrenador, un sir McNamee al que acusó de inventarle cargos de inyectarse esteroides y Hormonas del Crecimiento Humano (HCH) cuando solo había ingerido algunas ampolletitas de vitamina B12 para paliar los catarros que frecuentemente le azolaban.
Su nombre apareció reiteradamente en el reporte Mitchel de 2008, investigación que develó numerosos casos de dopaje en la Gran Carpa Beisbolera Gringa. Donde proliferan bigliguers hormonados. ¿Qué tanto es tantito?